Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Inmovilidad y cambio

 

El Diario Vasco, 1956-05-06

 

La primera categoría de la conciencia histórica no es recuerdo, sino anuncio, promesa, expectación. (HEGEL).

 

      La vida social exige permanencia: si todo cambia constantemente de nombre, de valor, de precio, de significado, no hay modo de entenderse. Pero si todo se inmoviliza, se eterniza, viene la paralización y la muerte.

      La autoridad tiene, pues, que ejercer una función estabilizadora; pero, al mismo tiempo, debe facilitar la acción de los elementos propulsores que aspiran a transformar los usos y a introducir lo nuevo en la vida social.

      Bajo el título un poco enigmático «El propulsor y el ajustador», Bertrand de Jouvenel plantea este problema en el último cuaderno de la revista internacional «Diógenes».

      Â«Dejar pasar las novedades o parte de ellas, ajustando continuamente el equilibrio general o, por lo menos, velando por su ajuste, eso es lo delicado de la tarea de la autoridad».

      Esta dosificación es complicadísima y nunca llega a ser puesta enteramente a punto, por lo cual la vida social avanza, generalmente, a empellones y no de una manera continuada como sería de desear. Cualquier modificación en los usos, aunque sea para mejorarlos, tiende a propagarse y a producir «ondas de alteración».

      Parece, por ejemplo, que en ciertos pueblos de conducta primitiva las mujeres son cambiadas por vacas. Es la costumbre, y, mientras no se altere, «todo va bien». Pero si, por casualidad, una familia o un grupo de familias de gustos «modernos» pretende oponerse a esta costumbre, se encontrará privada de sus vacas y obligada a modificar su manera de vivir y relacionarse con otras familias. Estas, a su vez, se verán, como consecuencia de ello, en la necesidad de alterar su sistema, etc. Se producirá, pues, una onda de alteración que afectará a muchas o a todas las familias. La situación podrá llegar a complicarse de un modo terrible: Una revolución económico-social está, tal vez, en marcha. ¿Debemos de aquí deducir que para evitarla deban seguir cambiándose las mujeres por vacas? ¿Será lo legal, lo establecido por la costumbre, lo que haya de privar indefinidamente? De ninguna manera, claro está.

      Pero aquí surge un problema técnico-político. ¿Cómo habrá que arreglárselas para que se operen las transformaciones económicas necesarias y pueda llegarse a una ordenación más justa y humana sin que se produzca el caso y la confusión en ese pueblo?

      Como toda alteración supone esfuerzo, adaptación a circunstancias nuevas, riesgos y quebraderos de cabeza, no faltarán quienes pretenderán eludir o soslayar este Problema, oponiéndose sistemáticamente a toda reforma o aceptando sólo las reformas en dosis tan pequeñas e insignificantes que vengan a resultar inoperantes. Estos inmovilistas se apoyarán, como argumento máximo, en los trastornos que la pretensión de reformar la sociedad acarrea. «¿Veis el barullo que se está armando —dirán— por querer introducir novedades? Lo mejor es que sigamos haciendo las cosas como hasta ahora, como las hicieron nuestros padres y nuestros abuelos. Al fin y al cabo, esto de cambiar las mujeres por vacas es un procedimiento como otro cualquiera para concertar los matrimonios y que —con las debidas precauciones— no está reñido con la moral».

      Este modo de entender la estabilidad del orden con postergación de la justicia no puede ser aceptado por la conciencia cristiana. El hombre de hoy sabe que ninguna ordenación temporal es perfecta ni puede ser declarada intocable, y que la justicia social exige alteraciones, reformas y cambios para evitar que los más débiles queden indefensos ante los más fuertes y que las estructuras vayan arcaizándose.

      Por fuerza, el poder tiene que ser, pues, movilista, partiendo del supuesto de que todo pueblo es un organismo vivo en permanente mutación. Tiene que estimular las iniciativas reformadoras y propulsar nuevas corrientes de un modo efectivo y real.

 

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