Carlos Santamaría y su obra escrita

 

La imparcialidad

 

El Diario Vasco, 1956-04-29

 

«Imparcialidad es un verbo sin sujeto». (Thomaz Ribeiro Colaço).

 

      Son pocos los hombres que a sí mismos se reconocen y declaran apasionados. Hay una pretensión, casi universal, de objetividad que todos o casi todos solemos manifestar en cualquier suerte de asuntos. «Yo no estoy obcecado; yo veo las cosas con imparcialidad».

      En general es preferible tratar con el hombre que declara sin ambages su impatía o antipatía personal hacia esta o la otra parte, que con el que encubre, bajo la máscara de la imparcialidad, sus inevitables preferencias.

      Sería más simple y más claro si todos empezásemos por ahí: por reconocer que en nuestra condición humana nunca se puede quedar enteramente libre de subjetivismos, de intereses, de gustos particulares, de predilecciones, de simpatías y antipatías.

      Hay que desconfiar del espectador químicamente puro, incoloro, inodoro, e insípido, que tiene la pretensión de estar siempre «au dessus de la melée», el cual resulta, en la mayor parte de los casos, un ególatra o un introvertido. El estetismo en ciertos hombres me parece un insulto a la Humanidad. No se pueden hacer frases, propaganda o literatura a cuenta de la miseria de los otros.

      Lo humano requiere pasión, todo lo sublimada que se quiera, pero pasión al fin. Sin pasión no habría héroes ni santos, sino a lo sumo pequeños «bien pensantes», «hombres de buena conciencia» —en el sentido peyorativo de estas expresiones, que no puede ser más equívoco.

      Es cierto que la imparcialidad puede ser una exigencia de la justicia y una aspiración noble y legítima en muchos casos, pero no en todos. ¿Se debe pedir a la madre que sea imparcial cuando habla de su hijo, o al enamorado que juzgue con impasividad de su dama, o al patriota de su patria? Las leyes no exigen tal cosa; la moral tampoco, porque se reconoce que el hijo es como parte de la madre, el amante de la amada, y el ciudadano de la ciudad. Y siendo parte no se puede ser «im-parcial».

      Â¿Existe cosa más triste que la imparcialidad de Pedro en el atrio de Caifás? «No tengo parte con El; no le conozco. Nada tengo que ver en este lío».

      Y, en efecto, ante el dolor y el desamparo de los débiles, ante la tragedia de la propia condición humana no debe uno tratar de escurrirse. Hay que hacerse parte, hay que compadecer y compartir esa tragedia; no se puede permanecer al margen, viendo pasar a la Humanidad desde una ventana.

      Ni siquiera el pensamiento especulativo puede hacerlo; también él necesita hincarse en el dolor y la miseria existencial para no errar. Esta es la equivocación radical del intelectualismo: el querer elevarse por encima de la tierra, como una ágil y liviana montgolfiera, para contemplar la batalla de la vida desde la barquilla.

      Manuel Mounier llama justamente la atención sobre el hecho de que los temas más trágicos de la vida humana hayan sido convertidos hoy en motivo de diversión intelectual. «El último absurdo del siglo es el existencialismo como moda: el haber entregado a la charlatanería cuotidiana una filosofía cuyo verdadero sentido es arrancarnos de la charlatanería. La miseria del mundo encerrada en los límites de un café en que se charla... y ya están apaciguados los corazones de estos aturdidos».

      Otro agudo y profundo pensador francés —desgraciadamente poco conocido en España—, Étienne Borne, apuntaba hace poco en el mismo sentido: «El pensamiento que medita sobre el dolor y más generalmente sobre las condiciones límites de la condición humana, debe hacerse pasión por escapar a la retórica y a la charlatanería».

      Por desgracia, la palabra compasión ha descaecido, sin duda, de su propio y genuino significado etimológico, hasta hacerse antipática y casi insultante. La compasión no es un mero sentimiento femenino y blandengue, sino un «padecer con», un hacerse pasión con los demás, un verdadero conocimiento por con naturalidad, de muchas cosas humanas y divinas, imposibles de conocer de otro modo.

      Ay de quien no sepa o no quiera compadecerse —padecer con—, porque pronto se verá encerrado en su radical soledad.

 

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