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Ruta de migas

Carlos Santamara y su obra escrita

 

En torno al Estado ideal

 

Criterio, 1.177-1.178 zk., 1952-12-15

 

      Dos concepciones político-religiosas del Estado atraen la atención de los católicos de nuestro tiempo. Entre los partidarios del Estado confesional católico, por una parte, y los del Estado de inspiración cristiana, por otra, se ha entablado y se prolonga a través de libros y revistas una discusión bastante viva. ¿Cuál es, desde el punto de vista de la Iglesia, la más deseable de estas dos fórmulas? La cuestión se plantea «hic et nunc» ante situaciones concretas; pero no deja de proponerse también sobre el terreno de los principios —y aquí es donde el asunto empieza a ser verdaderamente delicado—. No se trata, pues, únicamente de enunciar una simple cuestión de prudencia política, sino de rehacer la doctrina clásica en una forma más adaptada a los tiempos presentes.

      Ahora bien, la Iglesia no ha declarado caducada su enseñanza tradicional respecto de la Ciudad temporal y, por tanto, el intento de los innovadores se hace, desde este punto de vista, difícil e incluso espinoso. A pesar de esto, estos innovadores no se muestran desanimados, creen poder llegar a fórmulas plenamente ortodoxas y satisfactorias desde todos los puntos de vista y experimentan la necesidad de clarificar las actitudes de los católicos frente a los Estados laicos y de evitar toda sospecha de duplicidad, toda desconfianza por parte de sus conciudadanos no católicos. Este doble empeño les anima a trabajar sin descanso.

      Entre los pensadores católicos que se han ocupado de este problema hay algunos que se han limitado al terreno de las realidades concretas, sin tratar de transformar los principios, sino simplemente de aplicarlos según el espíritu de nuestra época. Este es, mi opinión, el caso de M. Maritain y de su «ideal histórico concreto». Maritain se defiende contra los que le acusan de poner en duda la doctrina clásica, expresada sobre todo en las Encíclicas Pontificias de Pío IX, León XIII y Pío X: trata, al contrario, «de establecer de qué modo los principios enseñados en estas Encíclicas deben ser aplicados en las circunstancias concretas del mundo de mañana». «Es una insensatez —dice refiriéndose a su libro sobre los derechos del hombre— pretender que (este libro) niegue los principios, ya que precisamente se trata en él de buscar las mejores condiciones de realización efectiva (de esos mismos principios) para un período histórico dado». «Proponer una solución práctica como la mejor en determinadas circunstancias no es, en modo alguno, declarar que esta solución sea la única buena en derecho y absolutamente la única justa». «M. Maritain se ha aplicado, pues, a demostrar que nuestra época exige otros modos de realización de los mismos principios (de la Edad Media)». «¡Yo no digo, ¡absit! —agrega M. Maritain— el abandono de estos mismos principios, abandono que se halla en la raíz misma de los errores del liberalismo! ¡Yo digo lo contrario, porque aplicar un principio es lo contrario de abandonarlo! He aquí toda la confusión que la calumnia pone en juego contra mí». «¡No se pretende de ninguna manera por esto que la verdad y el error tengan los mismos derechos, ni que las diversas confesiones religiosas tengan, por sí y en sí mismas, los mismos derechos, ni que «el progreso del tiempo» obligue a considerar como abolidos los derechos superiores de la Iglesia, ni que haya que rechazar en principio toda estructura del Estado en que la religión católica tenga una situación jurídica privilegiada y condenar así lo que ha existido durante siglos de civilización cristiana! Se dice únicamente que, en las condiciones históricas de nuestra edad, es ventajoso para el bien común temporal y también para la Iglesia que ésta consienta en no hacer uso del derecho superior que le pertenece y en aceptar para los suyos una condición jurídica de acuerdo con la igualdad de derechos entre los ciudadanos que el Estado reconoce en su propia esfera temporal»[2].

      Otros, como el P. Congar, después de haber reafirmado en sus líneas fundamentales los principios clásicos admitidos por la teología católica, tratan de completarlos mediante un estudio más profundo de la tolerancia, la cual, es sin duda, un elemento sumamente importante en el conjunto de la doctrina. Este es, al parecer, el método más fecundo y más seguro.

      Hay todavía otros pensadores católicos que, empleándose más a fondo, caen, acaso, en el mismo defecto de que se acusa tan frecuentemente a los teólogos de la Edad Media: el de insertar en las tesis expresiones, maneras de pensar, estructuras y concepciones, válidas solamente para su tiempo, transformando así, de una manera inconsciente, las ideas y los hechos históricos en principios. Hay, sin duda, una exageración formal en expresiones como ésta: «(el Estado) como tal no tiene más que una manera de ser cristiano, que es precisamente, la de ser laico, con esta laicidad de esencia personalista, que consiste, para el Estado, en detener la pretensión estatal del César en el umbral de la autonomía de la persona espiritual, reconocida por él como trascendente a todo poder de coacción material»[3].

      Como quiera que el principio de la inviolabilidad de la conciencia ha sido siempre defendido por los apologistas cristianos, todo Estado que no sea tiránico y por tanto anticristiano, debe evidentemente detenerse ante el santuario de la conciencia en el umbral de la persona espiritual. El Estado ideal sería, pues, en este sentido, un Estado laico. Pero hay que reconocer que en todo caso hay aquí una cierta confusión en el empleo de los términos. La laicidad sería elevada de esta suerte, gracias a la magia de las palabras, al plano de la tesis como la única fórmula posible y auténtica de Estado cristiano.

      Yo no creo sin embargo que esta discusión esté condenada a la esterilidad. Desde el punto de vista de la acción, no es completamente inútil analizar las ventajas y los inconvenientes de cada una de estas dos concepciones y sus probabilidades de realización en el mundo presente. A este respecto se han hecho ya observaciones interesantes sobre ciertos puntos que pasaban casi desapercibidos hasta ahora, observaciones que serán acaso útiles en el porvenir para dirigir la acción política de los católicos. La crítica del Estado confesional ha demostrado que éste está expuesto en la práctica a muchos peligros y vicios que sería preciso esquivar o corregir. «La corrupción de lo mejor, lo «peor». La experiencia ha demostrado también que la Iglesia puede hallarse muy a sus anchas y desarrollarse ampliamente en medios neutros, completamente tolerantes y respetuosos para las diferentes confesiones, aunque no se haya puesto todavía en claro el modo de que tales sociedades lleguen a cumplir ciertos deberes sin caer en un vago deísmo.

      Respecto de la doctrina o de los principios, la polémica podría también aportar algunos resultados útiles: las nociones fundamentales serían enriquecidas con nuevas perspectivas, los propios principios serían enunciados de una manera más completa y más precisa. La noción de Estado confesional, cuidadosamente pulida y depurada de su ganga histórica, se haría seguramente más comprensible para el hombre de hoy. La tolerancia —que no es, en modo alguno, un elemento accesorio de la teoría, sino una pieza de una gran importancia para el conjunto— sería puesta en valor más profundamente, utilizando a este efecto algunas de sus raíces cristianas, no estudiadas o enteramente olvidadas en el pasado.

 

La conciencia de la libertad

 

      Hoy se manifiesta una actitud de desconfianza y de reserva hacia el Estado, el cual amenaza con invadir más y más el dominio privado. La actitud de los ciudadanos frente al Estado ha cambiado mucho desde hace dos siglos, o mejor dicho, es el Estado mismo quien se ha modificado, provocando reacciones legítimas en defensa de la persona. Esto produce también un cambio de frente en el problema de las relaciones entre la Iglesia y la sociedad temporal: en tanto que la Iglesia es por naturaleza, inmutable, el Estado se transforma profundamente y se ha transformado cien veces en la Historia[4].

      Ante monstruos como los Estados totalitarios modernos, es muy natural que reaccionemos con energía para salvar nuestra intimidad personal gravemente amenazada: «cuando se tiene el sentido de la trascendencia no gusta ver a los Estados desempeñando el papel de maestros, de padres de familia o doctores de la Iglesia»[5]. Si no se quiere que el hombre sea tragado por estas máquinas gigantes, hay que delimitar con mucha inteligencia el dominio estatal, y ésta es, por otra parte, una de las grandes preocupaciones de nuestro tiempo. Ahora bien, la Iglesia no ha defendido nunca la dictadura religiosa y menos todavía el Estado totalitario. Un Estado ideal desde el punto de vista de la Iglesia sería al contrario el Estado menos totalitario del mundo. El sentido de la transcendencia de la Iglesia y el respeto de la persona —caracteres esenciales de un Estado ideal— se lo impedirían.

      Al referirse al «Estado confesional», tal vez se piense sobre todo en realizaciones históricas concretas, en gran parte opuestas al espíritu de nuestra época, en tanto que se idealiza la concepción de la «laicidad abierta», como algo puro y reluciente. Pero el ideal parece triunfar siempre sobre la realidad en este mundo de pecado: el porvenir tendrá también a buen seguro, algo que decir sobre las nuevas concepciones cuando éstas sean cargadas, a su vez, por el peso de la Historia.

      La conciencia, hoy más viva, de la propia personalidad, reacciona contra los abusos del colectivismo. Se tiene miedo del Estado, y sobre todo del Estado-Iglesia. «Con qué títulos va el Estado a decirnos lo que debemos creer o practicar en materia religiosa?». Este modo de expresarse es razonable y, por otra parte, el caso de un Estado que se erigiese en maestro y en señor único de la sociedad no sería el de un verdadero Estado cristiano, sino más bien el de un Estado totalitario.

      «Ante el Estado el hombre conserva una plena libertad de conciencia. En el santuario interior de sus creencias y de sus ideas es responsable respecto a Dios, pero no respecto al Estado: éste no posee ningún derecho, ninguna facultad de dictar o de imponer determinada forma de pensar, de creer y de practicar el culto. Si lo hace, como ocurre a menudo en los Estados totalitarios, traspasa las fronteras de la justicia, lesionando un derecho sagrado y fundamental de la persona humana»[6]. Estas palabras son enteramente aplicables al Estado confesional, porque hay una tolerancia de alcance universal, que no depende ni de circunstancias ni de situaciones particulares[7]. La declaración siguiente hecha por S. Em. el Cardenal Griffin, Arzobispo de Westminster, en 1946, es, en mi opinión, perfectamente válida en todas sus cláusulas en un Estado cristiano: «todo Estado debe garantizar la libertad de culto y asegurar a todos sus ciudadanos una libertad igual para seguir la religión que les dicte su conciencia; y todos ellos deben poder disponer de sus iglesias, de sus escuelas y de sus pastores»[8].

      Un Estado que negase a sus ciudadanos el derecho a la tolerancia, consecuencia lógica del principio de la libertad religiosa, no sería un Estado legítimo.

      No se puede condenar la conciencia moderna cuando se rebela contra ciertas brutalidades que la crítica histórica ha puesto en relieve en la historia de los Estados. Es justo y conveniente que se reaccione en este sentido.

      En la conciencia, que el hombre de hoy posee, de su propia libertad, hay, pues, un progreso, aunque puede ser que al mismo tiempo se retroceda en otros sectores de la vida moral. «Actualmente la conciencia de los pueblos experimenta de una manera más viva que en los siglos pasados la dignidad personal del hombre, y, por la misma razón, profesa un culto particular de la propia libertad. Sentimiento noble cultivado por el cristianismo, fruto por tanto de su educación, en lo que tiene de sano y de ordenado. Se puede, pues, admitir sin ninguna dificultad que la hipótesis contemporánea presenta a la autoridad política de todas las naciones civilizadas una exigencia social objetiva que viene de este vigor difuso adquirido por la conciencia individual y colectiva en la defensa de la libertad humana contra toda ordenación social positiva en materia religiosa»[9].

 

El «fair play» confesional

 

      En los países en que ha sido establecido y se mantiene en equilibrio leal entre las diferentes confesiones, se tiene cierto miedo a hablar demasiado sobre esta cuestión: se teme que ello pueda alterar el estado de paz espiritual en el que se encuentran a sus anchas. Es el caso de los Estados Unidos, de Australia, del Canadá, de los países nuevos sobre todo, que no han conocido las luchas religiosas y que preferirían pasarse sin ellas. Algunas declaraciones episcopales cantan las excelencias de la convivencia armoniosa[10]. En realidad el Estado ideal no se opondría tampoco a una convivencia armoniosa de los ciudadanos de diferentes confesiones; al contrario, la exigiría como uno de sus elementos fundamentales.

      La idea de revancha es sin duda alguna muy contraria a la mentalidad de la Iglesia: el profundo respeto de ésta hacia las situaciones de hecho y hacia los compromisos adquiridos no puede ser puesto en duda. hay un «fair play» confesional que debe ser puesto en práctica, no sólo en los Estados neutros, sino también en los «Estados católicos». En la medida en que éstos sean conformes al espíritu de la Iglesia, es decir al espíritu evangélico, esta actitud de honradez y de respeto se hará más franca y más visible. Esto no modifica, a mi entender, la estructura de la concepción ideal: nada de su vigor lógico y teológico se pierde de esta manera.

      Ya Vermeersch se planteaba la cuestión siguiente: ¿cuál sería la actitud de la Iglesia si los católicos llegasen a ser la mayoría política y moral, una mayoría aplastante, en un país? La Iglesia se encontraría todavía frente a disidentes e incrédulos en posesión pacífica de su libertad: pues bien, contesta él, éstos no tendrían nada que temer: «sus franquicias permanecerían en pie».

      ¿Qué harían los católicos si todo el país volviese a la verdadera fe? Tratarían, sin duda, de conservar el inmenso beneficio de esta concordia. Pero, a este efecto, ¿tendrían que considerar la herejía como un delito y perseguirla con multas y encarcelamientos? Nada lo prueba. Hemos citado ya la excelente frase de V. Jacobs: «Si la unidad religiosa renace, se reflejará en las leyes; pero el espíritu de la época no dejará también de reflejarse». Lamennais no se equivocaba cuando escribía: «Nadie puede prever en qué términos volverán a establecerse, cuando llegue el momento, las relaciones de la Iglesia y el Estado. Es seguro que una íntima alianza se establecerá de nuevo entre las dos sociedades, espiritual y política; pero, ¿cuál será la forma de esta alianza? Se ignora»[11].

      La declaración del Cardenal Manning[12] es a este respecto muy importante: «Si los católicos llegase a ser en Inglaterra la mayoría, si fuesen los dueños del poder, no cerrarían un solo templo ni una sola escuela protestante. Tratarían solamente de hacerlo mejor que sus rivales y de atraerles por sus virtudes y beneficios».

 

Equivocidad de un término

 

      La expresión «Estado católico» que acabo de emplear y que se emplea a menudo, no es muy feliz. No me gusta porque se presta a un equívoco: da lugar a que se piense, en efecto, en una sociedad verdaderamente digna del nombre de «católica». Ahora bien, no hay más que una sociedad que sea digna de este nombre, la cual, por naturaleza, no puede ser confundida con ninguna otra: esta sociedad es la Iglesia. Un Estado propiamente católico debería ser —si las palabras conservasen todavía su significado— un reino de Amor y de Justicia, en el cual el pecado no encontraría sitio. Los Estados que se conocen actualmente y los que podrán ser conocidos en el provenir están desgraciadamente muy lejos de poder ser considerados como reinos de Amor y de Justicia: más bien serían reinos de pecado y de injusticia (aunque esto no sea tampoco completamente verdad, primero, porque el hombre conserva todavía, a pesar del pecado, un cierto impulso natural de bondad, y segundo, porque los cristianos que intervienen en la vida política, pueden contribuir a elevarla parcialmente a un nivel de honradez y de moralidad menos deplorable): una sociedad temporal no es nunca una sociedad santa.

      No es extraño, pues, que al escrutar la realidad histórica de los Estados cristianos en la Edad Media se descubran en ellas violencias incompatibles con el mensaje evangélico e incluso una incomprensión lamentable de este mensaje.

      Estas sociedades no eran, efectivamente, sociedades santas, sociedades cristianas en sentido estricto, las cuales, como hemos dicho, no pueden existir fuera de la Iglesia. No eran puras, el pecado las corroía y el diablo realizaba en ellas un «excelente trabajo». Desde ciertos puntos de vista eran incluso peores que las de nuestro tiempo: la brutalidad de las costumbres, la insinceridad, la rutina, la servidumbre de las conciencias, causaban, supongo yo, daños enormes en el orden espiritual. Las enfermedades morales de tales sociedades eran diferentes de las de las sociedades modernas, pero es seguro que aquellas enfermedades existían realmente.

      Sin embargo hay que hacer notar que en estas sociedades de la Edad Media tenía lugar un fenómeno sociológico de una gran importancia y que nuestra época no debería subestimar: «la fe de los pueblos» era entonces una realidad mucho más fuerte que hoy, un hecho que habría que estudiar atentamente a la luz de las nociones y de los métodos sociológicos modernos. Cabría hablar con propiedad y justamente en este sentido, de sociedades cristianas.

      En toda sociedad hay, en efecto, toda una variedad de verdades reales o hipotéticas que «circulan» socialmente. Yo las denominaría gustosamente, siguiendo a D. José Ortega y Gasset[13], «verdades colectivas», o «creencias colectivas». (Evidentemente, la palabra creencia está desprovista aquí de su significación corriente. Dicha palabra tiene en este lugar un sentido mucho más general y no se refiere necesariamente a la creencia religiosa). Lo que caracteriza a las «verdades colectivas», es que cuentan, que se mantienen, que están en vigor por sí mismas. Nadie puede oponerse a ellas sin encontrar una fuerte resistencia. Están ahí, delante de nosotros de un modo ineluctable «como esta mesa», «como esa pared»: hay que contar con ellas porque están ya «instaladas» alrededor de nosotros antes de que nosotros tratemos de aceptarlas o de rechazarlas. La eficacia de estas creencias se encuentra, pues, en su validez social, más que en su valor objetivo.

      La creencia colectiva no es, por tanto, una idea a la que prestemos nuestra adhesión mental en función de su fuerza lógica, no es una idea que nos convenza, una idea científica, por ejemplo, sino una idea que está ahí; que trata de penetrar en nuestra intimidad antes de que tengamos la posibilidad de defendernos: no es posible rechazarla sin un esfuerzo real e importante.

      A causa de esto, resulta difícil adquirir conciencia de estas verdades colectivas que nos invaden desde nuestro nacimiento, si es lícito hablar de esta manera. Uno se deja muchas veces llevar por ellas sin someterlas a un examen atento. La ley del mínimo esfuerzo juega en su favor. Para el hombre medio, las ideas colectivas constituyen el tejido natural sobre el cual debe vivir su vida mental. Sobre este subsuelo de lugares comunes y con estos elementos admitidos sin resistencia a formar parte de su ser, debe el hombre medio construir su propia vida personal.

      Nos encontramos, pues sumidos en un mundo de creencias colectivas: en él pensamos, vivimos y aún somos. Es ilusorio querer evadirse de ese mundo hacia no sé qué paraíso abstracto. Hay que tener la sinceridad y la humildad suficientes para reconocer que una parte de nuestra existencia, que acaso escape a nuestra propia percepción, pertenece a un mundo que es exterior a nosotros mismos.

      Esta servidumbre respecto de lo colectivo es una consecuencia inevitable de nuestra condición carnal, la cual implica fatalmente cierto gregarismo del que el ser humano no puede deshacerse enteramente. Estamos sujetos a esta servidumbre, sin la cual no podríamos siquiera existir. Este fenómeno no es, por tanto, privativo de los países autoritarios, en los cuales un régimen de pensamiento colectivo trata de imponerse descaradamente por la fuerza. También se produce en los países que se enorgullecen de declararse libres, la actitud de protesta y de reacción contra la existencia colectivizada procede también frecuentemente de un estado de pensamiento colectivo. Se encuentran personas que se creen y se proclaman no-conformistas, siendo conformista radicales, «conformistas del no-conformismo». algunos creen liberarse del gregarismo, cuando no han hecho más que cambiar de dueño: la fenomenología sociológica podría decirnos muchas cosas interesantes a este respecto.

      Pero es evidente que se puede y que se debe juzgar el valor de la creencia colectiva desde el punto de vista de la razón e incluso desde el punto de vista de la Fe. Es decir, que se puede hablar de verdad y de falsedad refiriéndose a ella.

      No estamos enteramente condenados al gregarismo, porque si así fuese no seríamos libres, no seríamos hombres. Tenemos conciencia de que nos es posible juzgar a este mundo colectivo, e incluso oponernos a él y hasta transformarle, aunque esto sea ordinariamente el trabajo de varias generaciones de hombres y, generalmente, de hombres extraordinarios. Aquí comienza nuestra actitud propiamente moral, es decir racional y libre. Tenemos, pues, la posibilidad y hasta el deber de tamizar las creencias colectivas, de apartar de nosotros las que juzgamos falsas, de luchar contra ellas. Este es el principio motor del no-conformismo.

      La creencia colectiva representa, pues, una especie de fuerza de inercia con la que hay que contar si no se quiere caer en la utopía. Los utopistas son precisamente gentes que han olvidado este principio, que han creído que se puede conducir la sociedad hacia cualquier ideal de vida común y que han pretendido maniobrar esta inmensa mole como si se tratase de una ligera pluma.

      Pero, ¿de dónde viene la creencia colectiva? La creencia colectiva tiene un origen humano: antes de ser creencia colectiva ha sido verdad individual, es decir, experiencia, razón e incluso Fe. La creencia colectiva se une por su raíz y por su vértice a todas las fuentes naturales sobrenaturales del conocimiento. Viene de lo humano y es capaz de hacerse humano, de «rehumanizarse» por decirlo así, al penetrar de nuevo en el dominio personal de donde procede.

      Si es algo extraño a mí, como la naturaleza física, es al mismo tiempo un patrimonio del cual me aprovecho, acaso sin darme cuenta de ello, en todos los órdenes de mi vida y que yo transporto a veces al plano de mi conciencia haciendo así de ella una creencia auténtica.

      Lo colectivo es como una realidad intermedia entre las vidas personales. Viene del hombre singular y a él retorna. Su verdadero papel, su naturaleza, es la de utensilio, instrumento, vehículo. Hay que concebirlo, pues, como un aparato puesto en principio a nuestro servicio, pero que puede, «¡helas!», como tantos otros, transformarse en un instrumento de aniquilación o de empobrecimiento de la persona.

      Si pasamos ahora a la esfera del pensamiento religioso —y más concretamente del pensamiento cristiano— podremos transferir a ella mucho de lo que acabamos de decir respecto de la creencia colectiva en general.

      La Fe de los cristianos, aun siendo de un origen sobrenatural, puede tener, y tiene en efecto, consecuencias en el orden puramente humano que nadie podría negar.

      Nada impide que la Fe religiosa se comunique a una sociedad, que inspire su creencia colectiva, que se integre en ella y que se transforme en idea social. Volvemos a encontrarla entonces con los mismos caracteres de ineluctabilidad, de inercia y de fuerza, que, como hemos visto, son propios de toda creencia colectiva.

      La Fe individual en Jesucristo, en su Iglesia como institución de salvación, no se halla necesariamente encerrada en los espíritus, como algo hermético e incomunicable. Puede al contrario trascender a la sociedad y ponerse de moda, adquirir el crédito, el favor público, producir en fin el entusiasmo y «la fe de los pueblos».

      Constituye, pues, una realidad sociológica, perteneciente a la esfera de las creencias colectivas como cualquier otra clase de pensamiento humano comunitario.

      Es cierto que se ha hablado mucho de la «fe de los pueblos» y a veces muy desacertadamente, hasta llegar al descrédito, en un estilo grandilocuente. Habría quien se sentiría tentado acaso de supervalorizarla, presentándola como una verdadera Fe, como una especie de predestinación colectiva o más bien como vocación providencial. Nada más grave sin embargo que una confusión de este género. La Fe constituye un hecho personal; no es de ninguna manera una simple manifestación de «gregarismo» religioso.

      El acto de Fe no podrá nunca ser reducido a un hecho colectivo: allí donde reinan solamente la rutina, el conformismo, la aceptación ciega de la opinión común, no hay una verdadera Fe.

      Pero el acto de Fe no es tampoco enteramente extraño a la fe colectiva. Dios se sirve a veces de este medio, así como de otros para preparar el terreno al acto libre. Esta cuestión se relaciona con el viejo problema de la «Fe de los simples», el cual aguarda aún una solución plenamente satisfactoria.

 

Del buen uso de los automatismos colectivos

 

      Ciertos teólogos de la Edad media habían exagerado la importancia del medio, despreciando excesivamente al carácter personal y libre de la Fe. Entre ellos se cita a Raúl Arden[14], quien hacía notar, sin muchos escrúpulos, que bastantes fieles lo son únicamente porque pertenecen a una sociedad cristiana y que perderían su fe si cambiasen de medio. Por esta razón —dice— Dios prohibió a los hebreos tener contactos con los cananeos. Pierre de Jean Olivi señala, sin embargo, que esta manera colectiva de creer no puede ser considerada como fe cristiana, porque le falta el elemento principal, la libre sumisión a Dios, pero que las disposiciones requeridas son producidas normalmente en el cristiano por la gracia de la fe.

      Parece que estos pensadores de la Edad Media poseían una fuerte tendencia a presentar estas cuestiones bajo el aspecto comunitario y no consideraban demasiado el hecho de que cada hombre es responsable de su propio destino, de que tiene derecho a la libre investigación de la verdad religiosa y de que no es legítimo que ninguna potencia humana se interponga en este terreno.

      Al contrario ciertos pensadores modernos han llegado a olvidar del todo el importante papel que los automatismos colectivos desempeñan en dichas cuestiones, por ejemplo, en la transmisión y la observación de las buenas costumbres y de las creencias religiosas. Se han imaginado que es posible presentar el problema religioso independientemente del medio social en que se vive.

      Desde el punto de vista de la pureza y legitimidad de la creencia hay que defender, como lo hace la Iglesia, el carácter íntimo e inviolable de la conciencia, que es el lugar sagrado donde el acto de Fe debe ser realizado de un modo completamente libre. Cuanto más fuerte es la presión colectiva, tanto más necesario es insistir sobre este punto. El derecho a la libre investigación de la verdad y a la libertad del acto de Fe que la Iglesia defiende, no es una simple afirmación platónica: en cada situación determinada se debe lograr que este derecho sea realizado de una manera efectiva, que se traduzca en reglas de conducta definidas y que se proyecte inmediatamente sobre la acción. Sería insuficiente por tanto el limitarse a defender sólo la conciencia, en el sentido estricto de la palabra, es decir el misterioso proceso interior que tiene lugar en lo más profundo del ser, porque este terreno ese inviolable de hecho y no puede ser pisoteado por la sociedad. Para que el principio cristiano de la libertad de conciencia pueda tener eficacia, hay que rodear al hombre de un «chez-soi», de un espacio vital y personal, de una garantía que le asegure que no será aplastado por la presión colectiva, que no será indirectamente empujado a traicionar a su propia conciencia ni a vivir, en fin, de una manera horriblemente hipócrita.

      En virtud de nuestra condición carnal, que debemos recordar aquí de nuevo, la conciencia no es sólo la conciencia en sentido estricto, sino que se halla en conexión con todo un sector de acción que se acrecienta a medida que aumentan los medios humanos y la sensibilidad del hombre. Para asegurar la libertad de conciencia contra la terrible fuerza de la presión colectiva, para proteger realmente al hombre contra un automatismo social demasiado violento, haría falta establecer en cada caso preciso barreras y recintos de intimidad suficientemente vastos. Estos problemas tienen un gran alcance y no son fáciles de resolver ni en el terreno teórico ni en el práctico[15].

      Al contrario, desde el punto de vista de las repercusiones sociales de la fe religiosa y cuando se trata de estudiar las relaciones entre la Ciudad temporal y la Ciudad eterna —estos dos mundos tan íntimamente entremezclados y que se presionan mutuamente de una manera formidable— será necesario estudiar el fenómeno de la creencia colectiva sirviéndose, lo repito, de conceptos y de métodos sociológicos, intentar descubrir las leyes y el alcance de estos fenómenos. M. Aubert[16] piensa que es posible en nuestros días hacer entrar de nuevo en la teología de la fe ciertos temas de la Edad Media que parecían profundamente pasados de moda hace cuarenta años: «Si el teólogo de hoy debe preocuparse más que nunca de los derechos de la persona individual y de las exigencias planteadas por el punto de vista personalista moderno, es lícito preguntarse si no sería también interesante que aquel hiciese también un lugar, en su tratado de la fe, a consideraciones inspiradas en un punto de vista comunitario. Nuestros contemporáneos descubren en efecto, en una serie de dominios, la importancia de este punto de vista. No solamente la industria, la vida del trabajo, la vida de las diversiones... tienen una tendencia neta a socializarse, sino que filósofos y sociólogos se interesan actualmente mucho en la influencia del medio, la cual se ha hecho demasiado manifiesta para que su importancia pueda ser todavía puesta en duda sobre el comportamiento y el pensamiento del individuo. Las investigaciones de la escuela sociológica, la constitución de la psicología colectiva, por ejemplo, muestran que este punto de vista se ha impuesto en círculos muy extensos y que hay en esto algo más que una simple influencia de ciertas ideológicas contemporáneas».

      Querernos declarar libres de todo automatismo colectivo nos conduciría a un angelismo personalista: tenemos ya bastante de esto. Afirmar, al contrario, que nuestra existencia personal no es más que una consecuencia e la vida comunitaria equivaldría a negar la libertad y a disolver nuestra existencia en el océano del destino colectivo.

      Los automatismos colectivos son instrumentos que deben ser puestos al servicio del hombre, y, en nuestro caso preciso, de la conciencia cristiana. No basta defender al hombre contra la presión colectiva cuando ésta se hace demasiado violenta y llega a poner en peligro la libertad de conciencia. Hay que hacer frente también a un problema positivo: ¿de qué manera esta presión colectiva puede ser utilizada en favor del hombre y de sus fines temporales y eternos? He aquí una cuestión llena de dificultades y que sin embargo creo de un inmenso interés para el porvenir. Durante siglos la fuerza expansiva del vapor fue mirada como un fenómeno destructor. (Ciertamente dicha fuerza no ocasionaba más que catástrofes hasta que Papin, Watt y otros, consiguieron hacer trabajar la presión contra el pistón). De la misma manera el hombre del siglo XIX, y en gran parte también el del siglo XX, habían querido asegurar la libertad de conciencia reduciendo al mínimo la presión colectiva, como algo puramente negativo y destructor. En nuestros días acaso fuese preferible estudiar por medio de qué mecanismo y merced a qué combinación «de bielas y manivelas» podrían ponerse en movimiento los automatismos sociales al servicio de la persona y de la recta conciencia. Problema enormemente difícil y que no puede ser resuelto en un dos por tres.

 

El Estado confesional indeseable

 

      La actitud del Estado respecto de la religión requiere un doble fundamento. Primero un fundamento sociológico, sin el cual se llegaría a una dictadura religiosa. En segundo lugar, un fundamento racional de objetividad, sin el cual no sería más que una manifestación de conformismo.

      La Iglesia no ama la violencia. La mansedumbre y la dulzura evangélica son enteramente incompatibles con las situaciones de fuerza, sobre todo cuando éstas se aplican a coaccionar la conciencia religiosa de los ciudadanos. Por otra parte cuando el poder público llega a chocar con las conciencias se producen conflictos y la paz pública es puesta en grave peligro[17].

      No se puede tampoco admitir que el Estado encubra una gran falsedad, una inmensa hipocresía colectiva. Si la Iglesia acepta o propugna en cualquier país un «Estado católico», es porque presume que en él existe una sociedad católica. Pero ¿qué es una sociedad católica? Se puede responder a esta cuestión desde dos puntos de vista diferentes: el punto de vista jurídico-canónico y el de la sociología religiosa.

      La primera respuesta me parece muy fácil —e incluso demasiado fácil—. Una sociedad se considera como católica cuando los ciudadanos están bautizados en su gran mayoría. Este hecho puede ser muy fácilmente comprobado por medio de datos numéricos que están al alcance de todos. De ahí resulta que se pueden distinguir claramente las sociedades católicas de las que no lo son, por medio de un simple cálculo de porcentajes. Ahora bien, la Iglesia tiene una indiscutible jurisdicción sobre sus hijos. Tiene el derecho e exigir a los bautizados que reconozcan su autoridad en materia religiosa y moral: allí donde los ciudadanos son católicos la Iglesia tiene derecho a ser reconocida por el poder público como institución de salvación única e independiente de él. Una minoría muy poco numerosa de ciudadanos disidentes no tendría razón para oponerse a ello: debería, al contrario, considerar este derecho como enteramente bien fundado, aunque defendiendo, claro está, su independencia religiosa y sus actividades de culto y de enseñanza en el orden privado.

      Pero si esta solución es satisfactoria desde el punto de vista del derecho, no lo es desde el punto de vista sociológico. En efecto, deja sin solución la cuestión más importante, la que más nos interesa, que es la de saber si la Iglesia debe ejercer su derecho cuando se encuentra frente a una sociedad jurídicamente católica pero sociológicamente neutra o anti-católica. La aplicación ciega de este derecho nos conduciría seguramente a situaciones de fuerza enteramente opuestas a la mentalidad de la Iglesia, a situaciones sin ningún sentido, absurdas, por así decirlo. Esto hubiera podido parecer extraño en otros tiempos, cuando las sociedades jurídicamente católicas «funcionaban» sociológicamente como tales. Pero hoy nos encontramos ante pueblos en los que al mismo tiempo que un noventa por ciento de bautizados hay un treinta por ciento de comunistas —miembros del partido, mas o menos militantes, en todo caso en actitud de rebeldía pública hacia la Iglesia— y un cuarenta por ciento de anticlericales, de indiferentes y, prácticamente, de herejes. Si la aritmética no nos engaña esto revela una situación totalmente artificiosa y llena de contrasentidos. Aquellas gentes se burlan del derecho de la Iglesia y si ésta quiere defender al Estado católico está obligada a apoyarse sobre ciertos grupos políticos que le son favorables y a entablar una lucha de partidos contra sus propios hijos —los malos cristianos—. Todo esto está lejos de aquella armonía relativa, de aquella espontaneidad, que, como hemos visto mas arriba, debe caracterizar a un Estado aceptable. En resumen: ante el espectáculo que el «mundo cristiano» presenta, hay que reconocer que una sociedad de bautizados no es siempre una materia propia para el establecimiento de un Estado confesional y que la Iglesia estaría obligada muchas veces, frente a situaciones semejantes, a preferir un Estado neutro para evitar la guerra religiosa, la violencia, la tiranía o la falta de sinceridad colectiva.

      Es un caso muy distinto cuando se trata de una sociedad en la cual existe «la fe colectiva», es decir, la creencia colectiva en la Iglesia como institución de salvación. Entonces el fundamento sociológico del Estado confesional resulta perfecto: este es el caso de la Edad Media. La Iglesia no puede hacer otra cosa que felicitarse de un estado de cosas como este, en que el automatismo colectivo juega en favor suyo y no en el sentido contrario como ocurre frecuentemente en las sociedades modernas.

      Se sabe que la «fe colectiva» presenta graves peligros y que puede degenerar fácilmente en rutina y conducir a las gentes a situaciones de pasividad, de indiferencia o de confusión político-religiosa que serían en ciertos casos más peligrosas que la misma lucha ideológica. Pero sería demasiado ingenuo el considerar el hecho de la «fe colectiva» en general casi como un inconveniente o como algo que habría que dejar de lado en lugar de administrarlo de una manera eficaz al servicio del bien común.

      No se construye el Estado con verdades de razón o con verdades de Fe, sino, sobre todo, con verdades colectivas. Los políticos no podrían hacer abstracción de este mundo de proposiciones elementales que se hallan en la base de la sociedad, de la misma manera que el hombre no puede desprenderse de su temperamento, de su manera de ser.

      Pero no cabe aceptar todo ciegamente porque en cualquier caso hay una misión educativa que es propia de los políticos. Si éstos se inclinasen sin reflexión ante cualquier creencia colectiva y la aceptasen simplemente a causa de su valor sociológico y no también a causa de su valor objetivo, esto constituiría un acto de conformismo, inteligente sin duda desde el punto de vista del oportunismo político, pero carente de una significación moral profunda.

      Cuando el político considera la fe cristiana del pueblo, allí donde existe, para elaborar sus fórmulas constitucionales, no realiza necesariamente un acto de debilidad o de maquiavelismo: al contrario, procede de una manera racional juzgando que esta creencia que encuentra ahí, fuertemente instalada, es digna de ser aceptada y de inspirar, bajo ciertos aspectos, las leyes del país, sin confundir nunca, evidentemente, las dos esferas temporal y religiosa. La razón basta para realizar un juicio de este género: la Fe no es necesaria a este respecto.

      A veces cabe equivocarse, cabe aceptar como legítima una creencia que no lo es enteramente, pero esto no destruye la fuerza lógica de la posición confesional, y a que esta tiene como base un estado real de fe colectiva que se cree objetivamente verdadera.

      Desde este punto de vista, el ideal es pues que la sociedad sea cristiana, no solo en el sentido jurídico, sino sobre todo en el sentido sociológico de esta expresión y que el Estado constituido por esta sociedad sea el mismo, un reflejo espontáneo de dicha situación.

      Si es verdad que el Estado confesional es el ideal y que debe predominar —tesis contra tesis— sobre el Estado laico de inspiración cristiana, no es sin embargo menos cierto que puede haber malos Estados confesionales y Estados laicos aceptables. El Estado confesional puede degenerar en la realidad hasta el punto de hacerse indeseable. Un estado laico tolerante y respetuoso respecto a la religión, sería preferible a un Estado confesional fundado sobre la rutina, el fanatismo, o la subordinación, más o menos confesada, de los intereses espirituales a los intereses y a las combinaciones políticas.

      Esta afirmación no pone evidentemente en juego la tesis que acabo de enunciar. No olvidemos que en el mundo en que vivimos y en lo que concierne al orden puramente humano todas las naturalezas se hallan miserablemente en déficit a causa del pecado. Tenemos pues que tratar con naturalezas en situación de inferioridad tal como se las encuentran en el mundo. Si el Estado confesional, es por naturaleza superior al Estado neutro, esto no significa que, desde el punto de vista de la Iglesia, todo Estado confesional sea mejor que cualquier Estado neutro.

      Acaso en algunos países el estado de las creencias religiosas había degenerado hasta tal punto a fines del siglo XVIII, la situación se había hecho hasta tal punto falsa o artificial, que una laicidad respetuosa y tolerante podía significar algún progreso a este respecto. Yo no me arriesgo a emitir un juicio —seguramente— pero creo que se podría precisar esta hipótesis dándole un fundamento histórico serio. La Iglesia ella misma, estaría más a sus anchas en un régimen de separación benévola, como en los Estados Unidos, por ejemplo, que en un régimen de confesionalidad fundado sobre un estado de incultura, de confusionismo político religioso, de servidumbre de las conciencias o de conformismo comunitario, si semejante Estado llegase a existir alguna vez.

      Si en una sociedad cristiana —en el sentido sociológico— la «fe colectiva» invitase a los ciudadanos a la violencia, a la persecución y al desprecio de los derechos elementales de los disidentes —hablo siempre en hipótesis— la cosa podría hacerse seriamente escandalosa. En este caso habría que proclamar que tal «creencia colectiva» no era completamente legítima. Habría que corregir este fanatismo por medio de la educación y enderezar las conciencias en el sentido del respeto y de la libertad de los otros. La violencia y el odio son las cosas más contrarias al amor y a la caridad evangélica y, por tanto, tal «fe colectiva» aun siendo muy cristiana bajo diferentes aspectos, no lo sería a este respecto. Semejante Estado confesional, fundado sobre una base así, podría no ser deseable para la Iglesia.

 

 

[Notas]

 

[1] El Estado de inspiración cristiana sería un Estado laico, pero no «laicizante». Aunque aceptase, pues, la autonomía de las diferentes sociedades religiosa frente a la sociedad política y reconociese los límites de sus propios poderes, guardándose de penetrar en el campo religioso, el Estado de inspiración cristiana no estaría inspirado en la mentalidad indiferentista y agnóstica del liberalismo doctrinario, sino más bien en una concepción muy desarrollada de la doctrina de la Iglesia sobre la tolerancia. Ese Estado, impregnado profundamente del espíritu evangélico, trataría de realizar la «convivencia» temporal entre los ciudadanos de distintas creencias o de creencias indeterminadas, sobre la base de la moral cristiana, de la igualdad de derechos políticos y sociales de los ciudadanos y del respeto a la persona humana. Cfr.: sobre todo: CONGAR, YVES: «Lettre sur la liberté religieuse à propos de la situation des protestants en Espagne» (La Revue Nouvelle, 15 mayo, 1948). DUBARLE, DOMINIQUE: «Culture et laïcité» (La Vie Intellectuelle, febrero 1952). GUERRERO, EUSTAQUIO: «El Estado laico como ideal cristiano» (Razón y Fe, noviembre 1950, pág. 341). LAMAMIÉ DE CLAIRAC, JOSÉ MARÍA: «Las Conferencias internacionales católicas de San Sebastián: un artículo sobre laicidad» (Reconquista, Nº 4, 1950, Sao Paulo, Brasil). LECLERCQ, JACQUES: «L'Église et la liberté en 1948» (La Revue Nouvelle, 15 octubre 1948, VIII, 257). «État chrétien et liberté dans l'Église» (La Vie Intellectuelle, febrero 1949). MARITAIN, JACQUES: «Religion et Culture» (Desclée, Paris, 1930), «Du régime temporel et de la liberté» (Desclée, Paris, 1933), «Humanisme intégral» (Aubin, 1936), «Les droits de l'homme et la loi naturelle» (Hartmann, Paris, 1945), «Christianisme et Démocratie» (Hartmann, Paris, 1946), «La personne et le bien commun» (Desclée, Paris, 1947). MESSINEO, ANTONIO: «La coscienzia soggettiva e la vita sociale» (La Civiltà Cattolica, junio 1950, vol. II, pág. 497), «La tolleranza e il suo fondamento morale» (Idem, 4 noviembre 1950, vol. IV, pág. 314). «Tolleranza e Intolleranza» (Idem, 2 diciembre 1950, vol. IV, pág. 562), «Soggetivismo e libertà religiosa» (Idem, julio 1950, vol. III, pág. 3). «Democrazia e libertà religiosa» (Idem, 21 abril 1951, vol. II, pág. 126). «Democrazia e libertà religiosa» (Idem, 15 abril 1950, vol. II, pág. 137). «Democrazia e parità dei culti» (Idem, 19 mayo, 1950, vol. II, pág. 387), «Democrazia e laicismo di Stato» (Idem 16 junio 1951, vol. II, pág. 585), «Libertà religiosa e libertà di coscienza» (Idem 5 agosto 1950, vol. III, pág. 237), «Stato laico e Stato laicizzante» (Idem, 19 enero 1952, vol. I, pág. 129). «Lo Stato e la religione» (Idem, 3 febrero 1951, vol. I, pág. 129). PRIBILLA, MAX: «Dogmatische Intoleranz und bürgerliche Toleranz» (Stimmer der Zeit, abril 1949). RECHERCHES ET DEBATS: Supplément «Sciences religieuses» (Nº 10, 1950). ROUQUETTE, ROBERT: «Chroniques de la vie religieuse» (Etudes, septiembre 1949). VIALATOUX ET LATREILLE: «Christianisme et Laïcité» (Esprit, nº 10, 1949, Idem, nº 9, 1950).

[2] «Raison et Raisons», Egloff, 1947, págs. 259a 262.

[3] VIALATOUX ET LATREILLE, Artc. citado.

[4] Cfr. LEÓN XIII, «Au milieu des sollicitudes», 16 febrero 1892.

[5] «Espoir humain et espérance chrétienne» (Semaine des Intellectueles catholiques, 1951), «Droits de l'Homme et défense de la personne», pág. 205.

[6] A. MESSINEO: «Stato laico e Stato laicizante».

[7] Ver mi artículo en DOCUMENTOS, Nº 1, pág. 32, 1949, en el que decía: «La tolerancia no debe ser considerada como un escotillón convencional para salvar prácticamente las dificultades de la convivencia social, sino como un deber de la sociedad misma y, correlativamente, como un derecho del individuo; no el derecho a permanecer en el error —derecho que evidentemente no existe, dada la esencial ordenación del hombre hacia la Verdad— sino a no ser perseguido, molestado o disminuido en su participación en la vida ciudadana por causa de su creencia errónea, de la cual sólo es responsable ante Dios. Este «derecho a la tolerancia» se halla regido naturalmente por el principio del bien común, y no encuentra, no puede encontrar, su justificación en el general escepticismo, ni en una obligada neutralidad de la Sociedad ante las «verdades individuales», sino en la concepción cristiana de la dignidad y de la persona y de la responsabilidad moral del hombre». Ver también el artículo del P. MESSINEO: «La toleranza e il suo fondamento morale» (Civiltà Cattolica, Nº 2.409, 4 noviembre 1950), en que dice lo siguiente: «Se tiene así una tolerancia religiosa ligada a una hipótesis particular, de la cual interpreta la posibilidad y que es, por lo tanto, de extensión diversa, según las diversas condiciones, la cual adecua la aplicación de los principios teóricos contenidos en la tesis y una tolerancia absolutamente independiente de cualquier situación concreta —soy yo quien lo subraya— precisamente porque se apoya en una exigencia perenne y universal, que se deduce de la dignidad esencial de la persona humana y por tanto de la más extensa aplicación, valedera como principio práctico de conducta individual y pública, en cualquier suposición. Si se afirma la existencia de un derecho a la tolerancia, del cual la persona misma es titular en el sector de la vida privada, no se sale del campo de la rigurosa deducción lógica. La expresión podrá suscitar cierta sorpresa, pero en su contenido parece de una precisión indiscutible, si es cierto que la dignidad de la persona no permite «la interferencia» exterior en la aceptación o renunciación de sus convicciones y si la persuasión es el único medio compatible con su racionalidad que pueda conducir a la persona a la verdad o separarla del error».

[8] Citado por Y. CONGAR en su artículo de la «Revue Nouvelle» del 15 de mayo 1948, refiriéndose a Soepi, junio 1946, pág. 140.

[9] A. MESSINEO: «Lo Stato e la Religione».

[10] El Arzobispo de Filadelfia ya en 1900 decía, por ejemplo: «El catolicismo se ha aprovechado mejor que ningún otro culto de la libertad religiosa y, si en otros países y en otras circunstancias la unión de la Iglesia y el Estado ha sido beneficiosa, nada mejor en la constitución americana que la separación». (Citado por CHÉNON: «Le rôle sociale de l'Église», tomado a su vez de SERTILLANGES: «Un siècle: l'expansion de l'Église catholique»). Pero hay que ser prudente al sacar consecuencias generales de un hecho concreto. León XIII, después de reconocer las ventajas y la equidad de las leyes americanas, decía que no se debe deducir que «la mejor situación para la Iglesia sea la que tiene en América y que sea siempre legítimo y útil separar los intereses de la Iglesia y del Estado, como en América. En efecto —continúa— si la Religión católica es allí honrada, si prospera, esto hay que atribuirlo enteramente a la divina fecundidad de la que goza la Iglesia y en virtud de la cual se ensancha y se propaga por sí misma cuando no se le ponen trabas. La Iglesia produciría, sin embargo, mucho más si gozara, no solamente de la libertad, sino también del favor de las leyes y de la protección del Estado». (Carta apostólica «Longinqua Oceani»). A propósito de la necesidad de «convivencia» que ya entonces se dejaba sentir, BALMES escribía en 1840 las siguientes frases: «Aquí (en España) hay todas las opiniones, todas las escuelas, hombres de todos los siglos: españoles que pertenecen al tiempo de Carlos II tropiezan frecuentemente con partidarios de la Convención. Y, no obstante, si ha de haber gobierno, si ha de haber nación, es necesario arreglarlo todo, armonizarlo todo, ver cómo se puede conseguir que vivan en paz, sin chocarse y sin hacerse mil pedazos, enemigos tan violentos e irreconciliables» (Escritos políticos, B.A.C., tomo VI, ág. 92).

[11] La tolerance, Lovaina, 1922, pág. 388.

[12] Citado por Mons. D'HULST: «Le droit chétien et le droit moderne», Paris, 1866.

[13] Cfr. sobre todo «Historia como sistema», «Del imperio romano». El prólogo a la traducción española de «L'Histoire de la Philosophie», de EMILE; «En torno a Galileo», y también «Un rasgo de la vida humana», «Memorias de Mestanza».

[14] ROGER AUBERT: «Le problème de l'acte de Foi», Lovaina, 1950, pág. 670 y siguientes.

[15] Cfr. JACQUES LECLERQ: «Norte sur la liberté politique et sociale» (Conv. Católicas Internacionales de San Sebastián, 1948, artículo IV: «Liberté religieuse et conformisme communautraire»).

[16] «Le problème de l'Acte de Foi», pág. 678.

[17] «Un gobierno que sepa lo qué es gobernar y que tenga presente la necesidad de que la autoridad pública sea obedecida, nunca debe poner a los hombres en el compromiso de desobedecer por conciencia» (J. BALMES: «Escritos Políticos: Rápida ojeada sobre los principales acontecimientos políticos de Europa»).

 

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