Carlos Santamaría y su obra escrita
El hombre y la máquina
La Voz de España, 1948-07-21
«Es hermoso mejorar la suerte material de los hombres, darles habitaciones sanas, bañeras, teléfonos y automóviles; pero en esta plétora de satisfacciones, ¿no existirá el peligro de perder de vista al hombre mismo?». Esto ha dicho André Siegfried en las Conversaciones internacionales de Ginebra. La idea no es nueva. Revela una preocupación que muchos pensadores —al menos todos los que aún conservan del oficio de pensar un cierto sentido espiritual— comparten hoy, frente al progreso de la civilización técnica.
Que la máquina es una creación de la inteligencia humana es cosa que salta a la vista. No hizo el hombre la planta ni el animal, pero sà la máquina. La máquina es por eso algo ajeno a la Naturaleza; es el monstruo, es el escándalo de la creación. Hay algo de artificioso, de geométrico y anguloso en la máquina, que excluye toda grácil ingenuidad. Dentro de su pesadez, el elefante es de una flexibilidad infinita comparado con su émula, la apisonadora.
Lo que hay de humano en la máquina es la ley: es la combinación, la calculada cadencia. Un buen dÃa el hombre depositó ese su aliento inteligente en un amasijo material de contenido deforme y la máquina fue. La máquina se puso en movimiento como una diabólica quimera. Llevaba en su seno el alma misma del hombre y —nuevo Pigmalión— el hombre se enamoró de ella. La máquina no tardó en hacerse independiente del hombre: entonces la Naturaleza fue destruida para dar satisfacción a la insaciable bestia. La tierra se cubrió de manchas fabriles. Taláronse los bosques, los rÃos perdieron su clara transparencia y con ella la fecunda grey de sus habitantes acuáticos. Algunos se quejaban. Se lamentaban de que tantas cosas bellas quedasen destruidas y de que la Naturaleza fuera brutalmente profanada, pero se les imponÃa silencio: «¡La máquina lo necesita! ¡Es preciso alimentarla!». «Es triste destruir ésto... pero la máquina debe pasar». ¡La máquina! ¡La máquina siempre!... Y el hombre dejó de ser el dueño de la creación para convertirse en un esclavo de la máquina.
Relegado a la categorÃa de «consumidor» quedó condenado a vivir al ritmo de la máquina, a consumir lo que la máquina fuese capaz de producir. Nacieron las urbes inmensas, las aglomeraciones fabriles, los rascacielos y el «Metro». A los pulmones humanos les faltó el aire. Hubo que buscar nuevos consumidores, inventar necesidades y montar después esa gran torturadora, la propaganda publicitaria, encargada de fustigarnos a todos para que consumamos más. Como en «El aprendiz de brujo», la máquina, que habÃa empezado a andar con prudente lentitud, se lanzó a una loca carrera de velocidades infinitas... y el hombre tuvo que seguirla y correr con ella, sometiendo su corazón y su cerebro a pruebas horribles.
Los mismos que esperaban obtener grandes beneficios de la máquina se vieron cogidos entre sus dientes. Vinieron las crisis industriales y las grandes guerras... Muchos culparon a la máquina y maldijeron la hora en que habÃa nacido.
* * *
En cierta manera la máquina es una prolongación del cuerpo del hombre. Las piernas del hombre son más largas desde que se inventó la locomotora; la aviación le dio alas, y la radio oÃdos de gigantesco alcance... El hombre de hoy, no es ya sólo alma y cuerpo, sino alma, cuerpo y máquina. Dad a un bárbaro una pistola ametralladora y veréis lo que esto significa...
Al crecer, al prolongarse infinitamente el cuerpo del hombre, en una especie de emanación, el alma ha visto extenderse sus fronteras con lo sensible. El hombre de hoy está sumido en lo sensible, acosado y penetrado por lo sensible. El equilibrio Ãntimo, la interior armonÃa del cuerpo y del alma, se ha roto con la presencia de la máquina.
La economÃa humana no volverá a su normal desarrollo en tanto que el alma no recupere el dominio de ese cuerpo complementario, de esa emanación corpórea que es la máquina y la someta a su jurisdicción espiritual.
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