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César Coca

No olvidemos la libertad de prensa

Profesor de Periodismo y director del Máster de Periodismo Multimedia El Correo-UPV/EHU

  • Cathedra

Fecha de primera publicación: 04/05/2023

El profesor de Periodismo César Coca
El profesor de Periodismo César Coca | Foto: Tere Ormazabal. UPV/EHU.

En su libro ‘La Revolución rusa’, Rosa Luxemburgo escribió: “La libertad reservada solo a los partidarios del gobierno, solo a los miembros del partido, no es libertad. La libertad es siempre y únicamente libertad para quien piensa de modo distinto”. No hemos avanzado mucho si un siglo después de haber sido escritas esas palabras conviene recordarlas. En el Día Internacional de la Libertad de Prensa y cada día del año.

La libertad de prensa no es una conquista de la democracia. Es la base sobre la que la democracia se asienta. Otra cuestión es que, a lo largo del tiempo, esa libertad haya sido enunciada de manera diferente. En muchos casos, porque las amenazas a las que debe enfrentarse también son de naturaleza distinta. En uno de los clásicos sobre la materia (‘Four theories of the press’), los estadounidenses Siebert, Peterson y Schramm analizan el papel de los medios de comunicación en distintos tipos de sociedad y se refieren en concreto a la libertad. El cuarto capítulo se centra en la ‘doctrina de la responsabilidad social’: un cuerpo teórico que comenzó a construirse a partir de la Segunda Guerra Mundial, vistos los desastres ocasionados por fascismo y comunismo, y lo vulnerable que resultaba, en lo referido a la prensa, un liberalismo entendido de una manera casi naíf.

La responsabilidad social de los medios apela al ejercicio de la libertad de expresión, pero también a la necesidad de vincularla a la pervivencia de la misma democracia. Por eso, ese ejercicio está en permanente tensión con todos los poderes: políticos, económicos y sociales. Y no hay que olvidar que los gobiernos tienen mucha fuerza, pero también la tienen la oposición, los sindicatos, las patronales, las asociaciones gremiales, los colegios profesionales o los clubes deportivos. La experiencia demuestra que todas esas entidades enarbolarán la libertad de expresión. Pero la defenderán sobre todo cuando los mensajes que se difundan les resulten positivos. La famosa frase atribuida falsamente a Voltaire (parece que su autor fue Claude-Adrien Helvétius, llamado también Helvecio), esa de “desapruebo cuanto usted dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo”, tiene menos partidarios de los deseados.

Por eso, la libertad de prensa debe ser defendida sin descanso, pese a que en las sociedades modernas nadie se presente como enemigo de la misma. Sin embargo, incluso los gobiernos más democráticos, las fuerzas políticas más respetuosas y las entidades más desinteresadas tuercen el gesto ante informaciones u opiniones que no les gustan. Los grupos menos liberales, los que menos a gusto se encuentran en ese juego, pueden caer en la tentación de la propaganda. O aún peor: pueden combatir la libertad mediante la creación de noticias falsas que confundan a la opinión pública. O dedicar muchos recursos a desprestigiar a los medios y los periodistas más incómodos. O crear medios entregados a su causa, o favorecer de múltiples formas a aquellos que les son más propicios, mientras asfixian a los críticos. En el colmo de la irresponsabilidad, pueden enviar a fanáticos (voluntarios o remunerados de alguna manera) que persigan, insulten, difamen o amenacen a los críticos. En el mundo virtual y en el real.

Al ser una profesión expuesta al escrutinio público, el periodismo debe hacer frente a la crítica. También a veces ha de enfrentarse a tópicos que algunos manejan como verdades radicales, sin detenerse a pensar que las fórmulas simples no suelen servir para situaciones complejas. No se trata de enumerar esos mensajes, potentes como eslóganes pero de alarmante vaciedad. Bastará con uno: ‘El buen periodista es quien si A dice que llueve y B dice que hace sol se asoma a la ventana, comprueba lo que sucede y lo cuenta’. Cuántas veces nos lo han dicho a quienes ejercemos el periodismo. Como si no supiéramos de qué va nuestro trabajo. Solo que ese tópico encierra varias carencias de grueso calibre: por ejemplo, que en no todos los lugares hay ventanas. O que no se ve la calle igual desde del primer piso que desde lo alto de un rascacielos. Dicho con dos ejemplos: si en una guerra ambos bandos cuentan que van ganando y aportan cifras de bajas propias y enemigas, ¿cómo puede el periodista que está en un punto del frente saber si miente uno, otro o los dos? Si de una reunión entre dos líderes ambos dan versiones diferentes, ¿cómo sabe cuál es la verdad? Es probable que más tarde, a la vista de la marcha de los acontecimientos, la conozca. Pero no antes. ¿Qué hacer entonces? Dar las dos versiones no parece la peor solución. Aunque cada contendiente preferiría que se diera solo la suya.

A los periodistas nos acusan de ‘blanquear’ a una fuerza política cuando se entrevista a uno de sus líderes. Pero es que en eso consiste la libertad de expresión. En poder hablar con todos y poder reproducir sus palabras. El ejercicio de la libertad, eso sí, implica hacer buenas preguntas que obliguen a los entrevistados a mostrarse como son. Ahí radica la clave. Lo óptimo nunca puede ser silenciar a nadie. Por eso no conozco a ningún periodista que no deseara hacer entrevistas a Stalin, Hitler, Franco, Mao, Castro o Pol Pot con la condición de poder preguntar con libertad. Y, sin embargo, hoy no faltarían acusaciones de ‘blanqueadores’ procedentes de uno y otro lado del tablero.

En Occidente tenemos la suerte de vivir en sociedades que van conquistando derechos. Algunos, recogidos hoy en textos legales, eran un sueño hace solo veinte años. Quizá hemos pensado que otros, los que se consiguieron antes, ya están consolidados. Hemos querido pensar que nadie los amenaza. Y no es así. Por eso es preciso seguir defendiendo, sin descanso, la libertad de prensa. Hoy y todos los días del año.