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10 000 millas de confinamiento

Con la declaración de pandemia en el mundo, la tripulación del Europa decidió volver a casa viviendo una gran aventura

  • Entrevista

Fecha de primera publicación: 02/07/2020

María Intxaustegi Molina

María Intxaustegi Molina ha vivido toda una aventura durante la pandemia. Arqueóloga subacuática e historiadora naval, está finalizando su tesis doctoral en del Departamento de Historia Medieval, Moderna y de América de la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea. El cierre de fronteras por la pandemia le pilló a bordo del bergantín Bark Europa como guía de expedición de un viaje a la Antártida. Cuando llegaron a Ushuaia, en febrero, se dieron de bruces con la epidemia global y se vieron forzados, sin poder desembarcar, a realizar una travesía que no se había hecho en los últimos siglos: volver hasta Holanda, de donde es el barco, a vela y sin escalas. Una singladura de 81 días y más de 10 000 millas hasta llegar al puerto de Scheveningen.

Desde su casa, en Donostia / San Sebastián, nos relata algunos detalles de esa gran aventura.

 

¿Cuál es tu relación con el Bark Europa?

Me licencié en Historia y durante la carrera me hice buzo profesional para dedicarme a la arqueología subacuática. Los barcos hundidos de época moderna son mi especialidad. Finalizando mi tesis doctoral, la compañía del Bark Europa me contactó con una propuesta: darme manga ancha para poder enseñar todo lo que sé acerca de la navegación histórica y los viajes de exploración y formar parte de su tripulación de gavieros. Después del primer embarque con ellos ya tenía el siguiente contrato en la mano, permanente, también como guía de expedición polar especializada en la Antártida. Ahora vivo a caballo entre algún punto del océano navegando y enseñando las maravillas que un viaje como el Europa ofrece y mi vida terrícola con mis proyectos de investigación.

¿Cómo os enteráis del avance de la epidemia?

Nos enteramos de la gravedad de la situación mientras cruzábamos de vuelta el pasaje de Drake rumbo a Ushuaia. El virus se estaba expandiendo rápidamente y las fronteras comenzaban a cerrarse, pero nosotros estábamos en un microcosmos, ajenos a todo en el que los vientos, el parte meteorológico y la navegación era nuestra absoluta prioridad. Cruzando el cabo de Hornos nos llegaron las primeras noticias de posibles bloqueos y cierre de fronteras, de cuarentenas en casa y escasez alarmante de papel higiénico, pero, para ser sinceros, tampoco éramos realmente conscientes de lo que pasaba fuera de nuestro barco, todavía teníamos unas cuantas millas hasta alcanzar la seguridad del canal de Beagle y las guardias en esos mares son extenuantes a la par que duras.

¿Y cuándo tomáis la decisión de emprender la aventura?

El 17 de marzo todo estalló. Tierra del Fuego entraba en cuarentena hasta nuevo aviso y nosotros, atracados en Ushuaia, nos encontrábamos atrapados sin poder siquiera poner un pie fuera del barco. Teníamos comida y suficiente combustible, así que fondeamos en la bahía mientras valorábamos con calma la situación y las opciones disponibles. Podíamos quedarnos fondeados indefinidamente, pero se acercaba el invierno austral, podíamos intentar ir hacia el Pacífico, pero las fronteras de Chile y las islas del Pacífico habían cerrado también sus puertos... ¿Quizás hacia el Atlántico?

El 24 de marzo, Eric Kesteloo, el capitán, nos reunió como de costumbre a las 8:00 de la mañana, nos miró con sus ojos azules detenidamente a todos y con su habitual voz pausada lo hizo oficial: "Nos vamos. Volvemos a Holanda".

Y comienza el viaje…

El Bark Europa es un velero de pabellón holandés y su gobierno permitía entrar en sus puertos barcos con su bandera. El plan de ataque era tan sencillo que abrumaba: Ushuaia-Holanda, sin escalas y a pura vela como antaño, buscando los vientos portantes sin usar los motores, pues no sabíamos si podíamos repostar y debíamos reservar el gasoil para potabilizar el agua y usar los generadores auxiliares. 70 días aproximadamente de navegación atravesando el Atlántico de sur a norte, bajando latitudes y quitándonos capas de ropa hasta llegar a los trópicos y, de ahí, volver a subir latitudes siempre al norte, a Europa, a casa. Solo la tripulación profesional, sin pasajeros: 19 navegantes de 12 nacionalidades distintas acostumbrados a sufrir los caprichos de la mar.

«No hay marino que desee a otro compañero una tormenta»

Los caprichos del mar y de la meteorología, porque comenzasteis el viaje con buen tiempo, pero también con tormentas.

No puedo evitar pensar en los múltiples comentarios de aficionados a la navegación que te hablan de la grandiosidad de las tormentas, de la hermosura de sentir el aliento del mar embravecido y del viento azotando tu cara mientras tú llevas el timón con mirada decidida, desafiando a Poseidón. No hay marino que desee a otro compañero una tormenta. Las bajas presiones largas son una guerra de desgaste psicológico en la que sabes que estás completamente a merced del enemigo. Y, claro, eso no ayuda. Cuando no estás de guardia intentas dormir, pero es casi imposible a no ser que caigas del agotamiento y el cansancio supere a los tumbos constantes que van a hacerte rodar todo el tiempo por el camastro. No queda otra que aguantar estoicamente, guardia tras guardia. Con toda la ropa empapada y todos oliendo a rata muerta. Eso es lo que significa una tormenta en alta mar.

Pero la calma chicha también es un problema para un velero…

Al llegar a la zona de convergencia intertropical aparecen las calmas chichas o ‘Doldrums’, como se llaman en inglés. ¿Qué sería de aquellos barcos del siglo XVI, XVII y XVIII que se quedaban atrapados en estas calmas chichas durante semanas? Sin agua potable, sin partes meteorológicos y sin congeladores donde almacenar la comida la situación podía volverse verdaderamente crítica para la tripulación. No faltaban de hecho motines y búsquedas casi paranoicas de la persona a bordo que estaba trayendo la mala suerte al barco.

Y vosotros también lo sufristeis…

El 28 de mayo, a las 20:30 pm hora local y en el epicentro del anticiclón, Eric mandó encender los motores y plegar velas. Habíamos realizado más de 7 500 millas y 70 días de navegación atravesando casi todas las latitudes y, aunque recogimos con tristeza las velas cuadradas mientras las asegurábamos en las gavias, en el fondo sabíamos que él hacía lo correcto. Teníamos que llegar a casa, queríamos llegar a casa.

En el viaje habéis tenido de todo, hasta una pequeña epidemia…

Por si fuera poco, a bordo comenzamos un “entrenamiento” involuntario de cómo esquivar un virus (bacteria en este caso), para ir haciéndonos a la idea de lo que nos esperaba en casa. Resulta que no se sabe muy bien cómo, un par de tripulantes contrajeron gastroenteritis y la gente empezó a caer como moscas. Una gastroenteritis en los trópicos y trabajando en un barco puede ser realmente horrible. Más de la mitad nos mantuvimos a salvo, pero era evidente que los días, la situación en general y, sobre todo, el duro trabajo constante bajo unas condiciones extremas de calor y humedad nos estaban pasando factura.

¿Cómo os enterabais de lo que estaba aconteciendo en el mundo?

Los miércoles nos llegaba el "Coronaperiódico", un resumen que la compañía nos mandaba semanalmente, de entre 15 y 20 páginas, sobre la situación global con especial hincapié en los países de los tripulantes. Era un pequeño momento de consciencia sobre lo que pasaba en el mundo exterior.

«Pocos vínculos como los que estableces en la mar pueden llegar a ser tan estrechos»

¿Qué tal la convivencia durante la aventura?

Pocos vínculos como los que estableces en la mar pueden llegar a ser tan estrechos. Poca gente a lo largo de tu vida puede llegar a conocerte tanto. En una travesía tan larga, conviviendo todos juntos en un espacio reducido y trabajando codo con codo las 24 horas, teniendo solo absoluta intimidad en el baño, es imposible fingir. Distintas personalidades se juntan, se conocen, se aprenden a dar espacio y a tolerarse y, eventualmente, a apreciarse o a quererse asesinar.

¿Cómo se aguanta tanto tiempo en un espacio tan reducido?

La inactividad es el gran enemigo del navegante. En un barco no puedes permitirte aburrirte, porque entonces comenzará a parecerte pequeño y, si no estás acostumbrado a ello, el desmoronamiento psicológico es inevitable. Lo he visto antes en novatos o en personal forzado a quedarse más tiempo embarcado y, una vez que se entra en la dinámica de la desidia, es complicado salir de ella. Qué curioso que algunos encontremos la libertad navegando y otros la ausencia de ella.

Al acercaros a la meta también comenzasteis a descubrir la “civilización”…

Cuanto más navegábamos hacia el norte pudimos ver más barcos mercantes, aviones en el cielo y, como no podía ser de otra manera una vez que te acercas a la "civilización", basura. Un bidón a la deriva, una red de pesca flotando, pequeños plásticos de forma indeterminada... También vimos carabelas portuguesas que, por mucho que nos desagraden, son vida y pertenecen a un frágil y fundamental ecosistema marino en el cual todo tiene un sentido y una razón de ser. La basura que nosotros tiramos al mar es muerte, simple y llanamente. ¡Cuántas tortugas marinas, pensando que se estaban comiendo una carabela, se habrán llevado al estómago una bolsa de plástico! Redes de pesca: 80 años dependiendo del material, latas de aluminio: 200 años, madera pintada: 13 años, botella de plástico: 450 años, tetrabrick: 100 años, hilo de pesca de nilon: 650 años. Y suma y sigue.

¿Qué se siente a olor de nuevo a tierra?

Es bueno zarpar, pero también llegar a puerto. Vivo a las afueras de Donostia, rodeada de árboles y a 5 minutos de las montañas lo que me permite disfrutar de calma y tranquilidad a la vez que coger el transporte público y acercarme al centro si quiero mezclarme entre terrícolas. Cuando hace buen tiempo me encanta sentarme en la terraza al anochecer con un libro, una cerveza y oler el aroma a flores y a árboles mientras veo Peñas de Aia a lo lejos. Me vuelve a conectar con mi tierra.

«Se me pone la carne de gallina al recordar nuestra llegada a puerto»

¿Cómo fue vuestra llegada a puerto?

Fue algo espectacular que solo recordarlo vuelve a ponerme la carne de gallina. Era la mañana del 16 de junio, el cielo amaneció despejado y el mar en calma. Íbamos a motor con las velas bien recogidas y todo preparado para atracar en puerto. A lo lejos vimos los grandes edificios de La Haya y de pronto comenzaron a aparecer barcos acercándose. Al principio pensé que habría alguna regata o competición, pero los barcos, desde pesqueros a veleros se acercaban a nosotros con las bocinas sonando, agitando sus manos y se pusieron a nuestros costados escoltándonos durante la entrada a la bahía. Fue algo completamente inesperado y precioso. La guardia costera incluso nos pasó una caja de pescado fresco con un mensaje de bienvenida.

Cuando entramos en el puerto vimos a toda nuestra tripulación de tierra y familiares de los tripulantes holandeses, alemanes y daneses en el muelle con pancartas de bienvenida y un puesto enorme de fruta y verdura que habían preparado para nosotros. Había algo de prensa, pero la compañía comprendió que estábamos agotados y sobrecogidos por la llegada así que no permitió que se acercasen al muelle ni simpatizantes ni más medios de los necesarios, cosa que agradecimos mucho.

¿Qué mensaje quieres dejar después de esta aventura vivida?

Hay experiencias vitales, sobre todo las que te pillas de manera inesperada que hay que abrazar y aprender de ellas. Vosotros durante el confinamiento y nosotros navegando para llegar a casa, todos hemos vivido algo intenso e inolvidable que espero que nos haya hecho crecer como personas y conectar más con la naturaleza.

No somos inmortales, perecemos y enfermamos de plagas como cualquier otro ser vivo. Tampoco nos gusta el cautiverio. Observar la vida salvaje en su hábitat natural, además de ser la manera correcta de aproximarse a ella, te permite comprender de verdad las complejas interacciones de los distintos ecosistemas y apreciar la impresionante belleza, pero a la vez la fragilidad de la vida más allá del mundo artificial y digital que hemos levantado a nuestro alrededor. A ningún ser vivo le gusta estar en "confinamiento permanente" y menos en contra de su voluntad, vosotros lo habéis vivido y es frustrante, solitario, triste y deprimente. Hay pocas cosas peores que privar a uno de su libertad.

Espero que la situación no se vuelva a repetir, pero también espero que se haya aprendido a valorar y a cuidar aquello que tenemos a nuestro alrededor, a ser conscientes de que la vida es algo precioso que en cualquier momento puede desaparecer.