El contexto (personal).
“Tienes un mes para abandonar el País Vasco, en caso contrario, atente a las consecuencias”.
Así acababa el mensaje sellado por ETA en una carta-bomba simulada que recibí en mi despacho de la facultad de Psicología en una época en la que este tipo de correspondencia era el precio por decir lo que pensabas sobre la organización terrorista y los sectores sociales que la bendecían. Lo hacía casi siempre en el aula y a mis alumnos. Era profesor de Psicología Social de modo que, con lo que estaba ocurriendo ahí fuera, ¿de qué otra cosa iba a hablar en una Universidad, templo del saber, el respeto y el diálogo?
Un agente de la Ertzaintza hizo una valoración de la ubicación de mi despacho y me recomendó trasladarme a otro distinto ya que el que ocupaba, muy cerca de la escalera, resultaba de fácil acceso para un pistolero motivado que, tras pegarme un tiro, podría huir sin problemas. Por poderosas razones que no vienen ahora al caso, ni abandoné el País Vasco, ni solicité otro despacho. Este era, desde una óptica muy personal y con el plazo que me dio ETA aparentemente prescrito, el contexto en el que tuvo lugar el atentado del 11M.
La hipótesis
Efectivamente, en esa misma época, oscura y sangrienta, se produjo un terrible atentado. Y resultaba inevitable pensar que detrás de esta masacre podría estar ETA. Tan solo siete años atrás, F. Javier García Gaztelu, alias “Txapote”, le pegó dos tiros en la cabeza a Miguel Ángel Blanco. Un asesinato abominable que nos hizo pensar que se había alcanzado la máxima cota posible de infamia y crueldad.
Después de que Al Qaeda reivindicara la autoría de los atentados del 11 de marzo, y descartarse completamente la responsabilidad de ETA, el entonces presidente de la “ejecutiva nacional” del PNV, Josu Jon Imaz, declaró que se le “había quitado una losa de encima”. Las nuevas generaciones que asisten al actual debate sobre “terrorismo bueno vs. terrorismo malo” podrán comprobar, tras revisar la hemeroteca de aquellos meses, que la discusión tiene una cierta antigüedad.
El infierno
Mi actividad profesional estaba muy orientada por aquel entonces a la intervención psicosocial en grandes crisis. Por este motivo estuve especialmente pendiente de la respuesta del sistema de emergencias a este atentado que, desde cualquier parámetro de análisis, superó muy ampliamente la capacidad de gestión e intervención. Uno de los responsables del SAMUR me admitía, totalmente abatido, que los recursos de asistencia a supervivientes y familiares de los fallecidos quedaron completamente desbordados. Desde un punto de vista psicológico fue un golpe devastador que nos hizo entender la diversidad de perfiles de “víctimas” que podían emerger y que no fueron contemplados en un primer momento. Por ejemplo, los propios trabajadores de los servicios de emergencias que tuvieron que recoger en unos vagones reventados por la metralla trozos de cuerpos destrozados en medio de un disonante fondo sonoro de decenas de teléfonos móviles trinando sin parar entre las ropas abrasadas de los cadáveres. Muertos que seguían recibiendo llamadas de familiares tratando de obtener una respuesta de la hija, del hermano, de la madre, que aquella mañana había subido a ese tren al infierno y no había vuelto a casa.
Uno de los médicos forenses que estuvo trabajando in situ me reconocía que el trabajo de identificación de cadáveres fue ciertamente duro. Me llamó especialmente la atención su respuesta cuando le pregunté sobre la naturaleza de una profesión en la que siempre tienes sobre la mesa de trabajo un cadáver. Me confesó que lo que le producía un mayor desasosiego era despojarle a una persona fallecida de sus objetos íntimos, una medalla con la foto de una hija, una gargantilla con una fecha, una pulsera con el nombre de la persona amada, “esa despersonalización es un momento terrible de la autopsia, luego ya no. Para el forense solo es un cuerpo”.
También recordaré siempre el caso de una mujer a la que se le cerraron las puertas del tren delante de su cara, pero al que tuvo tiempo de patear culpándolo de llegar tarde al trabajo. Salvó su vida por apenas medio segundo. O los alumnos de un aula de la Univ. Complutense, totalmente diezmada, llena de pupitres vacíos de compañeros muertos en el atentado. Personas todas, en fin, que quizás ni tan siquiera estuvieron en el lugar del crimen, ni sufrieron la pérdida de familiares directos, pero que quedaron muy traumatizadas y que nos hizo acuñar para siempre ese cuadro llamado “síndrome del superviviente”.
Las lecciones
Con este atentado pudimos comprobar la fragilidad de una seguridad que muchos daban por supuesta. El mundo se convirtió en un lugar peligroso y había que hacer algo al respecto. En lo que concierne a mi ámbito de trabajo, la psicología, se mejoraron significativamente los recursos asistenciales en emergencias y hoy día, en todos los colegios de psicólogos, existen grupos especializados de intervención en situaciones de crisis capaces de trabajar en red si ocurriera un suceso de semejante naturaleza. Sea como fuere, como es lógico, el reto político, jurídico y policial es que jamás vuelva a pasar algo así.
Pude constatar la importancia de la asistencia psicológica en los primeros instantes tras el atentado o cualquier tipo de crisis ya que se ha podido demostrar que esos primeros momentos de acompañamiento a la víctima son cruciales para un mejor pronóstico.
Por otra parte, también pude comprobar que hay personas que, en medio del horror, son capaces de las acciones más extraordinarias. Esta capacidad para sobreponerse a la barbarie, apretar los dientes y luchar creo que debe reconocerse a todas las personas que estuvieron en aquel infierno y hoy siguen dando lo mejor de sí mismas.
Artículo publicado en AL-GHURABÁ. Revista de contra-narrativa para la prevención de la radicalización violenta de etiología yihadista: https://www.alghuraba.org/_files/ugd/7c9a4d_2a29e770a30b4831bfd1e9521e8215ee.pdf
Deje una respuesta