El perfil de las asesinas seriales
Desde que Gesche Gottfried fue sentenciada a muerte en 1831 por envenenar con arsénico a 15 personas, todas ellas próximas a su círculo social, se diría que este elemento químico ha tenido cierta popularidad en asesinas en serie posteriores. Nannie Doss, seducida por el afán de lucro, envenenó con arsénico a sus cuatro maridos, así como Judy Buenoano, que con idéntico móvil y con la misma sustancia, acabó con la vida de su marido, un novio y su hijo de 19 años.
Además de los casos citados, podemos recordar ahora a Kristen Gilbert, enfermera condenada por matar a cuatro pacientes inyectándoles epinefrina. O Dorothea Puente que fue acusada de envenenar a sus inquilinos más ancianos con el fin de cobrar sus pensiones. Hay notables excepciones a estos patrones, como es el caso de Aileen Wuornos ejecutada por los asesinatos de seis hombres a los que disparó a sangre fría después de recogerla haciendo autostop. O Rosemary West y Karla Homolka que, con la connivencia de sus respectivos maridos, violaron y asesinaron brutalmente a varias chicas adolescentes.
Como podemos constatar, las asesinas en serie existen, pero sus motivaciones difieren significativamente de las de sus homólogos varones, para quienes el sexo y el sadismo tienen un mayor protagonismo. Ellas tienden a adoptar un enfoque más pragmático en sus crímenes ya que son más propensas que los hombres a matar por lucro o venganza. Así mismo, a diferencia de los asesinos en serie masculinos que suelen atacar a víctimas desconocidas, las mujeres tienden a matar a personas dentro de su círculo familiar y social, bien sean menores o ancianos, novios y maridos. Y finalmente, siguiendo con las diferencias en el modus operandi, también podemos señalar la tendencia de las asesinas seriales al envenenamiento.
La educación y el contexto socio-cultural
Sea como fuere, parece que referirse al comportamiento violento de la mujer supone poner el foco de atención en un fenómeno extraordinario ya que, efectivamente, si atendemos al informe sobre homicidios en España, podemos comprobar que solo un 11% ha sido perpetrado por mujeres. La ratio de género que de forma abrumadora señala el ser “varón” como principal factor de riesgo del comportamiento violento ha propiciado, entre otras cosas, que hoy día sepamos tan poco acerca de la etiología del comportamiento agresivo en las mujeres. Este déficit de conocimiento es debido a que, por lo general, se ha intentado explicar la delincuencia femenina desde la perspectiva de las teorías existentes en relación a la delincuencia en general, lo que podría resultar poco pertinente considerando las diferencias de género existentes en lo que concierne, cuando menos, a la gestión de las emociones y los conflictos, o a las diferencias de crianza familiar con las niñas y con los niños. Por ejemplo, parece indiscutible que se ejerce más control en muchos aspectos de la vida de las niñas, en particular, en cómo pasan su tiempo libre y la clase de riesgos que se les permite asumir. Así, resulta evidente que para entender la etiología del comportamiento violento en las mujeres precisamos diferentes niveles de análisis y fijarnos en ellas, no en los hombres.
En relación a las causas: ¿Somos nuestro cerebro?
En este sentido es particularmente interesante la revisión realizada por Denson, O´Dean, Blake & Beames (2018) en la que se pone en evidencia que la magnitud de lo que ignoramos es muy superior a lo que verdaderamente sabemos.
A pesar de todo lo que popularmente se da por sentado y asumimos sin margen de réplica, incluso desde las ciencias criminológicas, estos autores constatan que los mecanismos neuronales que subyacen a la agresión siguen siendo poco conocidos en las mujeres. Dado que en la mayor parte de los estudios no se exploraron las diferencias de género, es imposible llegar a conclusiones firmes en este momento.
El mismo problema comparten los estudios de ERP (potencial relacionado con evento) medidos con electroencefalografía y las investigaciones que analizan el papel de determinadas hormonas (testosterona, cortisol, estradiol, progesterona y oxitocina). Efectivamente, no son concluyentes los mecanismos hormonales que subyacen a la agresión en las mujeres y serían precisos más estudios sobre las condiciones sociales específicas en las que algunas hormonas aumentan o inhiben su conducta agresiva.
En relación a las consecuencias: Violencia contra la pareja. Agresiones sexuales. Filicidios.
Algunos autores sostienen que las mujeres tienen la misma probabilidad que los hombres de cometer violencia contra la pareja aunque, obviamente, los hombres cometen un mayor número de agresiones físicas graves. En el caso de las agresiones sexuales, aunque son perpetradas principalmente por los hombres, Denson y cols. constatan que una pequeña proporción de estos delitos son perpetrados por mujeres, y es una casuística sobre la que no sabemos nada. Es fundamental que las investigaciones futuras confirmen o descarten lo que tal vez sean suposiciones simplistas sobre estos fenómenos y consideren el papel de la mujer en las relaciones agresivas.
Y qué decir del filicidio. Pese a que es constatable la alta prevalencia de asesinatos de menores a manos de sus padres, también existen mujeres que matan a sus hijos. Sin embargo, por ser actos tan execrables que se escapan a nuestra comprensión se tiende a pensar que ellos son intrínsecamente “asesinos” y ellas intrínsecamente “enfermas”, por lo que es más probable encontrar padres filicidas en la cárcel y madres filicidas en el psiquiátrico.
Si seguimos renunciando a explorar nuestra propia naturaleza por inercias ideológicas o por irrelevancia estadística, estaremos un poco más lejos de entender la etiología de la respuesta violenta en las mujeres y diseñar estrategias de prevención eficaces basadas en la evidencia.
Para saber más: San Juan, C. & Vozmediano, L. (2018). Psicología Criminal. Madrid: Síntesis
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